Las farmacias fueron los primeros sex-shops de mi generación.
En la agonía del franquismo, en la España de mitad de los años 70,
a los adolescentes nos tenían prohibida la compra de preservativos.
Los pedíamos con el pretexto de que eran para nuestro hermano
mayor. El farmacéutico lanzaba por encima de las gafas una
mirada rauda hacia la puerta y por debajo de ellas una sonrisa
cómplice hacia nosotros mientras nos entregaba la codiciada cajita.
Para adquirir otro tipo de aparejos, orientados hacia disciplinas y
entretenimientos sexuales más exigentes, se debía poseer aquella
antigua mayoría de edad de los 21 años y un bien nutrido
monedero que permitiese acercarte al otro lado de "nuestro
particular muro de Berlín", la ciudad de Perpignan, en Francia.
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