sábado, 2 de enero de 2016

AVIONES 1


    El mayor ejercicio de fe lo realizo en la escalerilla de un avión. Intento creer en lo increíble. Suplico a todos los dioses, a los que nunca consigo adherirme. Me encomiendo a un ente superior, divino e invisible. Cuando atravieso la portezuela del aparato mi tensión se dispara hacia la altura 200 del „estado crítico“ de alta tensión, donde cerebro o corazón pueden pasar a convertirse, en efímeros instantes, en salchichas reventadas. Subir esas escaleras se convierte en un acto heroico, que logra contradecir todos los peores augurios que poseo sobre mis capacidades físicas y mentales. 


La posibilidad de no poder regresar a exhalar el último suspiro de vida en tierra firme desata mi tendencia al pánico y multiplica alarmantemente mi martirio. El aparato se convierte en una forma de purgatorio, en una sala de espera lo más parecida a la de un dentista, donde nunca sabes si te arrancarán el alma o solamente una muela. 


Esa eventualidad de desaparecer allí arriba despierta en mi interior la creencia en la verosimilitud del más allá; una oportunidad de convertirme en cucaracha, pollo de batería o fugaz mariposa de verano. Entonces mi mente suplica, más que nunca, por un suplemento a esta exigua existencia.


La contradicción no me abandona y, en pleno vuelo, rozando el techo del cielo, suelo recordar a el "Cristo del Elqui" el personaje de Hernán Rivera Letelier, deseando en lo más abismal de mis entrañas, encontrarme sediento, abandonado y harapiento en aquellos parajes de las salitreras del desierto de Atacama, formando parte de un personaje secundario de "el arte de la resurrección". 

La despedida de la vida en un desierto tiene algo superior a la de un avión: es más lenta. 

 

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