El mayor ejercicio de fe lo realizo en la escalerilla de un avión.
Intento creer en lo increíble. Suplico a todos los dioses, a los que
nunca consigo adherirme. Me encomiendo a un ente superior,
divino e invisible. Cuando atravieso la portezuela del aparato mi
tensión se dispara hacia la altura 200 del „estado crítico“ de alta
tensión, donde cerebro o corazón pueden pasar a convertirse, en
efímeros instantes, en salchichas reventadas. Subir esas escaleras
se convierte en un acto heroico, que logra contradecir todos los
peores augurios que poseo sobre mis capacidades físicas y
mentales.
La posibilidad de no poder regresar a exhalar el último suspiro de
vida en tierra firme desata mi tendencia al pánico y multiplica
alarmantemente mi martirio. El aparato se convierte en una forma
de purgatorio, en una sala de espera lo más parecida a la de un
dentista, donde nunca sabes si te arrancarán el alma o solamente
una muela.
Esa eventualidad de desaparecer allí arriba despierta en mi interior
la creencia en la verosimilitud del más allá; una oportunidad de
convertirme en cucaracha, pollo de batería o fugaz mariposa de
verano. Entonces mi mente suplica, más que nunca, por un
suplemento a esta exigua existencia.
La contradicción no me abandona y, en pleno vuelo, rozando el
techo del cielo, suelo recordar a el "Cristo del Elqui" el personaje
de Hernán Rivera Letelier, deseando en lo más abismal de mis
entrañas, encontrarme sediento, abandonado y harapiento en
aquellos parajes de las salitreras del desierto de Atacama,
formando parte de un personaje secundario de "el arte de la
resurrección".
La despedida de la vida en un desierto tiene algo superior a la de un avión: es más lenta.
La despedida de la vida en un desierto tiene algo superior a la de un avión: es más lenta.

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