sábado, 2 de enero de 2016

TRANSPORTE


    Un tren va en marcha hacia el norte. Un autobús asoma el morro por el paso elevado sobre las vías, señalando el sur. En ese mismo instante, 8000 metros más arriba, un avión circula en dirección desconocida. A ninguno de ellos los conozco. Del tren me fue divorciando una adicción incontrolable a esa desquiciada celeridad de nuestro sistema de comunicaciones. De larga distancia el penúltimo lo tomé hace tres años y el último lo ví en televisión. Aquello me dejó un poso de amargura y un cierto complejo de culpa que me persiguen hasta hoy. Es como una historia de amor irracional; es al que más amo pero, lamentablemente, no voy casi nunca a su encuentro. Al próximo que me suba le pediré todas las disculpas pendientes postrado sobre su confesionario: la barra del Vagón-Bar. 

Los autobuses, al margen de los servicios locales, para trasladarme en distancias cortas, el resto los abandoné un día ya lejano en plena carretera. Mis articulaciones comenzaron a rebelarse contra el desguace prematuro ocasionado por el carruaje. Al principio me sentí un poco como un pequeño traidor del proletariado, pero aquí la decisión no tenía remedio ni vuelta de hoja. Fue algo parecido a la pasión de Jesucristo; no me importaba que me crucificasen. Si me quieren matar que me maten pero esto se acabó. Solo volvería a tomar uno cuando mi monedero estuviese lleno de agujeros. 

Los aviones son los que más utilizo, por desgracia, contra mi voluntad. Cuando entro en la terminal de un aeropuerto mi organismo comienza a sufrir un proceso acelerado de mutación hormonal. Paso, como sedado sobre la camilla de un hospital, por las tiendas de Duty Free, entro en el embarque con el semblante de un sonámbulo, los ojos abiertos pero sin ver.
 
Con una mecánica intuitiva encuentro mi asiento. Miro discretamente a mi alrededor, a ver quienes me acompañan en la sala de tortura. Curiosamente, cuando el bicho de metal está en lo alto de los cielos y observo allá abajo la tierra pequeñita, comienzo a creer, con una escuálida convicción, que quizás el suplicio pueda tener un desenlace feliz. 
 
 
 

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