Estiró los dedos, abrió las manos, alzando los brazos hacia el
cielo. Los dejó descender, arqueó el pecho, giró ambos brazos
hacia los lados, buscando el arco iris. Se balanceó en sus colores,
se colgó también de las nubes, traveseando con ellas hasta su
evaporación.
Chapoteando en un lago de agua tranquilas comenzó a remar, en
un trance apacible e inagotable. Dirigió la barca hacia los rayos
solares, llegó hasta el sol. Acariciando su suave perfil curvado,
sosteniendo su silueta de los hombros, bailó con él en todas
direcciones.
Asomó la luna contemplando la celebración desde su ángulo
encumbrado. También bailó, girando su contorno, iluminando el
éxtasis. Un mayor número de bailarines se acercaron en coqueta
yuxtaposición irrumpiendo jubilosos en plena simbiosis espiritual;
nubes cabalgando alborozadas alrededor de la efeméride; otra bella
luna radiante emergiendo de las aguas con esmerada delicadeza,
montada sobre el lomo de un esbelto tigre bronceado, sumandose
extasiada a la alabanza. Él, con la parte acolchada de sus briosas
zarpas la lanzaba una y otra vez hacia las alturas.
Y en ese extenso peregrinaje de esa gozosa efeméride, por detrás
del gracil oleaje de la esfera acuática, surgieron las alas abiertas de
una paloma voladora surcando la espuma de las olas. A media
altura, hipnotizado por el fulgor de tal belleza, el vuelo holgado de un ganso salvaje. Más arriba, en la verticalidad
perpetua del firmamento, el elegante malabarismo de un fastuoso
águila. Abajo, en la horizontalidad de la tierra, dormido ya el arco
iris, los molinos de viento aleteaban impasibles el último resoplo
del viento. Desde el prado, un niño observaba, jugueteando con
pies, manos y una pelota, el giro inalterable de las aspas. Esas
mismas manos que correrían, unos instantes más tarde, la cortina
de la ceremonia, serenando el Qi.
Una fiesta de paz interior que regresaría mañana sobre la misma
hora.

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