sábado, 26 de diciembre de 2015

EL SILENCIO / BOSQUE DEL SIHL

    Alborada límpida e imperturbable, como sin deseos de despertar.
El bosque desnudo, mudo, desconectado, como habituado a contemplarse. Igual que los viejos enganches de una casa antigua observan, bajo la cúpula del tejado, la ausencia de un cable que un día no muy lejano tuvo teléfono, sólido, bello, negro. 

Nada ni nadie se movía. Las primeras hojas caídas en verano, desperdigadas por la superficie, preparaban al otoño el tejido de su alfombra. 

Del viento, sin noticias, visitando eventualmente a algún familiar distante. Sólo el sonido de petirrojos, mirlos, herrerillos, pinzones o el revoloteo de alguna paloma, emitían el esbozo de un tímido ensayo coral. 

Reflexioné por un instante sobre la eventualidad de no poder escuchar el tenue susurro del bosque, el frágil oscilar de nuestra propia gravedad; una ausencia nada deseable, tan dolorosa como si no alcanzásemos a escuchar el sonido de las olas cuando rompen y se desgarran para fundirse en otra nueva ola, que surgirá más tarde, empujando el todo y la nada de su mundo.

Las mareas, que sostienen con la luna ese idilio tan dócil y vigoroso como monótono e imprevisible. La luna y el viento, desde su vértice, mantienen con el bosque y los mares una simbiosis de atracción y rechazo; se rehuyen y se necesitan, con una dicotomía tan análoga como la que mueve a los seres humanos. Nada asombroso, si tenemos en cuenta que somos justo una aleación de todo ello: madera, tierra, aire, fuego y agua.

Yo no oía casi mis pisadas, almohadilladas por un suelo mórbido que las silenciaba con devoción. No me escuchaba ni a mí mismo, mis extremidades inferiores se mecían como una barca de remos, sin la urgencia de surcar con apremio las aguas por las que navegaba.

Más arriba, mi corazón latía serenamente acompasado, una válvula columpiando la sangre para impulsarme hacia las alturas de la montaña, como el balanceo de una góndola desafiando la gravitación del caudal que la soporta. Mi cuerpo subía como una esfera, descendían el paisaje, los árboles, las hojas, las piedras, los troncos arrancados, tumbados, esperando su traslado hacia el fuego redentor.

Mi escalada continuaba abismada, la respiración desinhibida de la simetría, como un coro de niños repitiendo su melodía favorita. El oxígeno inundaba cada recodo de los pulmones, abiertos, despejados, abstraídos de la ascensión.

Esa hora y media sentí, como hacía tiempo no ocurría, las palabras de Arto Pasilina: "El silencio serena, y es como una fiesta". 

















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