domingo, 1 de enero de 2017

HERMANO

     Andaba paseando por el camino que conducía a la pequeña
ermita, el mismo por el que hace casi medio siglo perseguíamos
saltamontes y nos adueñábamos del universo por un instante,
emocionados poseedores de la naturaleza rendida a nuestros pies,
con esa jubilosa dimensión de inocencia y exclusividad que
concede la infancia.

Giré la vista hacia la lejanía y observé tus cenizas volando sobre el
mismo prado donde te despedimos, en el mismo momento en que
un niño, con sus brazos girando como las aspas de un molino de
viento, aterrizaba vertiginosamente sobre mis pensamientos,
ensimismados en la dilatada latitud de los recuerdos. Todavía pude
ver algunos saltamontes, y aún permanecían los caballos, los
endrinos, los morales, las piedras anchas y planas que lindaban el
sendero. Las peñas al fondo, en la medular del monte,
contemplando la siesta de nubes, las mismas que conseguimos
acariciar un dia. Y busqué la moneda de cinco céntimos de peseta
que lanzaste una vez al suelo, pero no la encontré.

Pude parar el tiempo durante unos segundos. Todo estaba como
siempre: las vacas inhibidas en el cercado, el verde frondoso de los
árboles decorando la campiña, las hojas, en suave balanceo,
solfeando la tarde. El sol, en bañador, tumbado sobre la pradera. El
cielo absorto, como de costumbre. Y el pueblo al fondo, sesteando
entre los fresnos, como esperando nuestra llegada.   




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