El domingo se consume tan rápido como una tableta de
chocolate. Su existencia puede ser tan efímera como la hostia de la
comunión eclesiástica disolviéndose a la entrada del paladar de los
feligreses.
Los lunes pasan sin pena ni gloria por la pasarela semanal, se
alegran los zapateros y bosteza el mundo entero.
Martes y miércoles son tan parecidos e intercambiables como dos
hermanos gemelos. La vestimenta del uno puede sustituir a la del
otro y viceversa.
El jueves es la incógnita de la semana. De semejante día puede
brotar cualquier cosa: una cita con el psicólogo, una visita al circo,
otra cita esperanzadora – con una posible candidata a novia –
anulada por un resfriado inexistente, una tormenta a la salida del
supermercado, o la familia que ha vuelto a discutir.
El viernes es el optimista de la semana; prepara los fuegos de
artificio, alegra un poquito el frigorífico y te invita a olvidar jefes,
empleados y aguafiestas.
A el sábado se le supone, independientemente de la ubicación
continental en la que estemos situados, el nirvana; o lo devoramos
entero – día y noche incluidos – o lo saboreamos lenta y
eternamente como haría Buda.
El domingo regresarán de nuevo la velocidad y el chocolate. Por si
coincide que es jornada electoral y, como casi siempre, ganan los
que no deseamos, habrá que tener preparado un buen contingente
de licores y estupefacientes para soportar, una vez más, la
hibernación mental de nuestras mayorías silenciosas.
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