Retorció el cuello al director del banco que le colocó la falsa
hipoteca. Era un sábado por la noche, cuando este llegaba a su
domicilio después de una cena del consejo de administración del
banco. El hubiese preferido hacerlo con Rodrigo Rato – presidente
de la junta directiva de "Bankia" cuando sucedieron los
desastrosos acontecimientos allá por el 2010 –, pero la custodia
permanente de 24 horas a la que estaba sometido tal miserable
personaje lo había hecho imposible. 
Una semana más tarde, en pleno shock mediático por la posible hipótesis de un rebrote de terrorismo ya casi olvidado, C. C. actuó de nuevo. Esta vez lanzando por la ventana del sexto piso del palacio de la Opera – un contacto con influencias en sectores de la judicatura le había facilitado la entrada al evento – al juez que había dictado la sentencia de desahucio de su hermana que, a causa del trauma, se había suicidado al perder su casa, tirándose por el balcón, y que previamente, cual funesta burla del destino, también había perdido su empleo.
Cuando la policía y los servicios de inteligencia ya comenzaban a descartar a cualquier organización terrorista detrás de los sucesos, aparecía una noticia escalofriante en los periódicos del dia: alguien había profanado, en algún cementerio de Galicia, el panteón de la Familia Rajoy, como para que el espíritu de sus antepasados pudiese contemplar la desfachatez con la que actuaba. El consentimiento y beneficio propio con el que el presidente del gobierno de España salvaba a sus amigos de los bancos estafadores y condenaba a sus propios ciudadanos.
C.C. había quedado satisfecho. Hubiese deseado completar su venganza haciendo saltar por los aires los edificios del Banco Central Europeo en Frankfurt o del FMI en Washington, aunque todo esto ya le superaba por completo. Era consciente de que tarde o temprano terminaría siendo detenido, pero ya todo le daba igual. Había conseguido otorgar un ansiado reposo a un alma hasta hace pocas semanas resquebrajada.
Se tumbó sobre la bella pradera del templo de Debod, en el corazón de Madrid. Abrió una lata bien fresca de cerveza "Mahou" y comenzó a recordar aquellos tiempos pasados en los que, leyendo a Confucio, todavía le quedaba un hilo de esperanza en ese admirable trazo de pacifismo que decía: "quien domina su cólera, domina a su peor enemigo".
Lamentablemente, en estos tiempos, al viejo maestro le habían despojado de razón.
Una semana más tarde, en pleno shock mediático por la posible hipótesis de un rebrote de terrorismo ya casi olvidado, C. C. actuó de nuevo. Esta vez lanzando por la ventana del sexto piso del palacio de la Opera – un contacto con influencias en sectores de la judicatura le había facilitado la entrada al evento – al juez que había dictado la sentencia de desahucio de su hermana que, a causa del trauma, se había suicidado al perder su casa, tirándose por el balcón, y que previamente, cual funesta burla del destino, también había perdido su empleo.
Cuando la policía y los servicios de inteligencia ya comenzaban a descartar a cualquier organización terrorista detrás de los sucesos, aparecía una noticia escalofriante en los periódicos del dia: alguien había profanado, en algún cementerio de Galicia, el panteón de la Familia Rajoy, como para que el espíritu de sus antepasados pudiese contemplar la desfachatez con la que actuaba. El consentimiento y beneficio propio con el que el presidente del gobierno de España salvaba a sus amigos de los bancos estafadores y condenaba a sus propios ciudadanos.
C.C. había quedado satisfecho. Hubiese deseado completar su venganza haciendo saltar por los aires los edificios del Banco Central Europeo en Frankfurt o del FMI en Washington, aunque todo esto ya le superaba por completo. Era consciente de que tarde o temprano terminaría siendo detenido, pero ya todo le daba igual. Había conseguido otorgar un ansiado reposo a un alma hasta hace pocas semanas resquebrajada.
Se tumbó sobre la bella pradera del templo de Debod, en el corazón de Madrid. Abrió una lata bien fresca de cerveza "Mahou" y comenzó a recordar aquellos tiempos pasados en los que, leyendo a Confucio, todavía le quedaba un hilo de esperanza en ese admirable trazo de pacifismo que decía: "quien domina su cólera, domina a su peor enemigo".
Lamentablemente, en estos tiempos, al viejo maestro le habían despojado de razón.

 

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