Los nuevos yonkis ya no visten harapientos, ni suplican por una
moneda para el próximo chute, transmitiendote su rabia o agradecimiento.
Aunque aún se
mantengan algunas de diseño en la borrasca de los Partys nocturnos, el sistema
ya no necesita distribuir drogas duras, la tecnología ha aportado la solución
soñada.
Los nuevos yonkis no
gritan ni miran a nadie, van peripuestos, bien vestidos, como modelos de
pasarela – ojeando constantemente su silueta en el reflejo de los cristales
de los trenes o de los escaparates de las tiendas. Los
nuevos yonkis van conectados eternamente a un smartphone, como un enfermo
terminal a la máquina que mantiene
sus constantes vitales. Si lo pierden o se lo arrebatan de repente, se
derrumban.
La caída de un
heroinómano era mucho más lenta. Dentro de la dureza de aquella agonía infernal
se podía observar todavía un último vestigio de humanidad consumida. Cuando
alguno de estos jóvenes de nueva fecundación comiencen a desplomarse me imagino
un sonido rígido y seco, semejante al de un fardo de paja estrellándose sobre
el pavimento. Nadie reparará en ello, nadie escuchará nada.
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