Le dijo a un amante de nombre Ludivino:
– Me encantan tus labios, aunque todavía me fascina más tu corazón.
Él, mirandola con cara de ruiseñor ensimismado,
con un ademán de asombro, acertó a decir:
– ¡que lindo!
Ella pensó que había dado en el clavo y, sin dudar,
le propuso otra cita esa misma semana.
Él jamás se presentó.
Ella tenía un buen contacto, un simpático carnicero de confianza.
Adquirió un corazón de cerdo, anatómicamente parecido al de los humanos,
y lo depositó, esmeradamente envuelto, como para un regalo de cumpleaños,
en el buzón de la casa de Ludivino.
A los cuatro días, una mañana, devorando las noticias del periódico
ante una humeante taza de café, topó con el apartado de necrologías.
¡Se quedó de piedra!. Allí figuraba el nombre del chico: ¡Ludivino Sánchez!.
La culpa se apoderó de ella. Tenía una espantosa certeza,
a la vez que espina clavada en el otro corazón: el suyo propio;
¡Ese chico no había muerto de amor!
– Me encantan tus labios, aunque todavía me fascina más tu corazón.
Él, mirandola con cara de ruiseñor ensimismado,
con un ademán de asombro, acertó a decir:
– ¡que lindo!
Ella pensó que había dado en el clavo y, sin dudar,
le propuso otra cita esa misma semana.
Él jamás se presentó.
Ella tenía un buen contacto, un simpático carnicero de confianza.
Adquirió un corazón de cerdo, anatómicamente parecido al de los humanos,
y lo depositó, esmeradamente envuelto, como para un regalo de cumpleaños,
en el buzón de la casa de Ludivino.
A los cuatro días, una mañana, devorando las noticias del periódico
ante una humeante taza de café, topó con el apartado de necrologías.
¡Se quedó de piedra!. Allí figuraba el nombre del chico: ¡Ludivino Sánchez!.
La culpa se apoderó de ella. Tenía una espantosa certeza,
a la vez que espina clavada en el otro corazón: el suyo propio;
¡Ese chico no había muerto de amor!

 

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