Corre una ligera brisa, las amapolas discuten con el viento, la carretera aburrida, como de costumbre... ¿Que más se pudiera hacer en aquel lugar que buscar lagartijas por la cuneta o intentar descifrar la huella sonora de los grillos?.
Enfrascado en conjeturas: lo que yo que hubiera podido ser de haber conseguido, de nuevo, hacerme mayor. Comisario en alguna remota aldea Finlandesa, por ejemplo, ordenando informes sobre el único cadáver descubierto en cuarenta años: un supuesto amante de la mujer del encargado de la oficina de correos.
Lo habían dejado hundido donde lo encontraron, anclado a una enorme mesa de mármol, en el fondo del lago, con una ancha corbata de piedra para que ninguno osara molestarlo, aunque nadie se atrevía a moverlo por que todos lo consideraban un maleficio.
Yo era el encargado de acercarme, como cada inicio de verano, a reforzar los carteles que advertían de la estancia de tan insigne personaje. El tiempo y la profesión eran generosos conmigo; gastaba una parte considerable en ciertas actitudes livianas: pasaba ratos interminables un poco alejado de la orilla de las aguas, retozando sobre unos maizales, escondido entre los pechos de la mujer del pastelero del pueblo. El mismo que me regalaba exquisitos pasteles de nata con almendras cada vez que acudía a recoger el pan. 
Una especie de subconsciente agradecido por los servicios de entretenimiento efectuados con su mujer.
Una especie de subconsciente agradecido por los servicios de entretenimiento efectuados con su mujer.
De pronto me despertaron unos gritos infantiles. Una orda de niños cazando mariposas y contemplando el vuelo de un cernícalo, provocando más ruido que un estadio de fútbol en pleno estallido de gol. Demasiada ave de rapiña por la zona, me dije. Habían callado los grillos y las ranas que habitaban la charca de al lado, me levanté, me sacudí la paja y continué mi camino.
No siempre hay tranquilidad en la naturaleza para soñar tranquilo...
 

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