jueves, 15 de enero de 2009

FAMILIA


Tomamos plena conciencia de la verdadera dimensión del vació cuando las ausencias firman el atestado y estampan el sello, osea, un buen rato más tarde de lo que pensábamos. Bastante después del susto y las condolencias.

Y no es el dolor, síntoma pasajero, el que nos hace extraños y desorientados, sino la perdida irreparable de una parte del testimonio de nuestras vidas, la extensión de la raíz y de lo que había formado, hasta entonces, lugar y sentido de nuestra existencia.

Tendríamos la posibilidad de inhibirnos, pero para ello deberíamos de haber abandonado primero los vínculos. Sin ellos puede que haya menos compromiso y más liberación, aunque la memoria, más tarde o más temprano, siempre nos deje su tarjeta de visita. 

Al final de la ecuación nos encontramos ante el consiguiente dilema: o permanecemos solos - opción con serias posibilidades de ser visitada por los espectros del pasado -, o buscamos otra familia y empezamos de nuevo - siendo conscientes de que, igualmente aquí, parte del antiguo mobiliario se trasladará, irremediablemente, con nosotros -, o aceptamos consecuente o paralelamente la que tenemos, mientras la sangre no consiga llegar al río y del amor quede todavía algo que no hayan devorado las intransigencias. 


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